Se estima que una de cada cinco mujeres vive con alguna discapacidad [1]. Las mujeres con discapacidad experimentan diversos tipos de impedimentos —incluidas condiciones físicas, psicosociales, intelectuales y sensoriales— que pueden o no incluir limitaciones funcionales. Además, las mujeres con discapacidad, en toda su diversidad, incluyen a aquellas con identidades múltiples e interseccionales en todos los contextos, lo que incluye aspectos étnicos, religiosos y raciales; la condición de mujeres refugiadas, migrantes, solicitantes de asilo y desplazadas internas; la identidad LGBTIQ+; la edad; el estado civil y el hecho de vivir con VIH o estar afectadas por este virus.
Estos factores ocasionan experiencias de vida radicalmente diferentes y a menudo conllevan a que las mujeres y niñas con discapacidad vivan situaciones extremas y de profunda discriminación. En consecuencia, pueden generarse condiciones económicas y sociales inferiores; un mayor riesgo de violencia y abuso (lo que incluye violencia sexual); prácticas discriminatorias basadas en el género y acceso limitado a la educación, la atención sanitaria (incluida la salud sexual y reproductiva), la información, los servicios y la justicia, así como a la participación cívica y política.
Estas barreras impiden su participación plena y eficaz en los avances del desarrollo y humanitarios, incluso durante la pandemia, y en entornos de transición y posteriores al conflicto.
Las organizaciones en pos de la protección de los derechos de las mujeres y las personas con discapacidad trabajan para lograr su inclusión plena e igualitaria respecto del resto de la sociedad. Sin embargo, las dificultades en las alianzas y la falta de acceso a la financiación a menudo implican que sus necesidades no se tengan en cuenta durante el desarrollo y la implementación de políticas, programas y procesos intergubernamentales.