«A veces el otro no te entiende. Lo explicaste mil veces, pero no lo ve. No te enojes. No es tonto. No es malo. No es indiferente. Es otro…”
Frase anónima.
El gran dilema de las relaciones humanas es dar y recibir amor en la misma cantidad e intensidad en la que suponemos nosotros amamos. Sin embargo cada uno de nosotros hemos aprendido amar y expresar nuestros afectos a lo largo de la vida de diferentes formas.
En los planteamientos básicos de las teorías del apego, desde la capacidad de identificar y diferenciar las emociones como la capacidad de ejecutarlas, estas se desarrollan y aprenden, no nacemos con ellas.
Es así que “El estilo de apego desarrollado por una persona en su infancia influye de manera significativa en los procesos de elección de pareja así como en la calidad de las relaciones afectivas que establecerá en la edad adulta”.
Tal vez en las primeras etapas de una relación (puede ser amistad o noviazgo) este dilema no presenta tal relevancia, ya que las relaciones sociales se inician de una forma idealizada ya que se da una etapa de exploración y adaptación altamente flexible para conseguir ser aceptados con la intención de construir un proyecto en común y consolidar un vínculo de apego.
Es así que al paso del tiempo las relaciones exigen mayor entrega y demanda del otro. Ese apego psicológico y espiritual se trabaja mientras se madura el mutuo amor.
Por ello, la pareja debe desarrollar los elementos esenciales para amar:
- Querer el bien del otro.
- Donarse de manera total y duradera.
- Adquirir un compromiso y una fidelidad acordes a ese amor.
- Tener un adecuado conocimiento del otro.
- Desarrollar la «fuerza de voluntad» y el autodominio.
- Saber compartir y hacerlo.
- Tener una espiritualidad compartida.
- Superar juntos las dificultades.
Si esto nace con la mejor intención ¿dónde surge la problemática de las relaciones afectivas? Es al paso del tiempo cuando la cotidianidad de nuestras vidas supera esta etapa de idealización por el otro y la conquista por los afectos cuando se trata de pedir (o exigir) en la medida que se da amor.
Nos cuesta trabajo entender que cada uno de nosotros es diferente y por lo tanto, cada quien ama de manera distinta a nosotros.
Así de sencillo y complejo. Somos diferentes y amamos de diferente manera.
Esto no sucede en las primeras etapas de una relación, esos primeros pasos donde se idealiza el vínculo y se vive una sensación de afecto mutuo y de reciprocidad.
Si hablamos de una relación de pareja el deseo y la pasión alimentan constantemente una intensa fantasía. Las interpelaciones comienzan cuando en siguientes etapas la cotidianidad es parte de nuestras vidas y la búsqueda de autonomía empieza a mostrar diferencias en la expresión de los afectos para convertir un “nosotros” en un yo y tú o tú- yo.
Es cuando le pedimos al otro que nos ame desde los parámetros que yo he aprendido a lo largo de la vida o bien, desde mis carencias.
La dificultad más grande sucede cuando quiero que la otra persona sea como yo soy, pues en ese momento sólo existe una voz que busca cubrir sus necesidades pero no una relación de dos que intenta un bien común.
Desde la psicología existe un concepto básico en este punto para entender al otro que es, la empatía: “Es la capacidad de experimentar la realidad tal como la siente otra persona, situarse en el lugar del otro y comprender sus sentimientos. Significa poner lo cognitivo y lo emocional de uno mismo al servicio de la identificación con el estado de ánimo del otro”.
Sin embargo a diferencia de lo que se pueda pensar, la empatía se podrá lograr sólo a partir del conocimiento de uno mismo: las fortalezas afectivas, carencias, anhelos y dificultades; todos estos elementos servirán para mejorar nuestra capacidad para sintonizar con los sentimientos de otras personas y mantener con ellas una relación sana.
Es importante entender que en una relación cada una de las personas involucradas pueda dar afecto en la medida de sus posibilidades y esfuerzo, es donde el tema de la reciprocidad afectiva toma mayor relevancia. La reciprocidad implica corresponder en la medida de lo posible la afectividad para así fortalecer una relación, dar a cambio tal vez no lo mismo pero sí dentro nuestros recursos afectivos algo similar y en la misma intensidad.
Es decir, tal vez esta persona no aprendió a ser afectivo físicamente, porque en su familia no era una dinámica común, tratará por la relación misma de dar su mejor esfuerzo por lograr este tipo de acercamiento pero no podrá hacerlo igual que esa persona que vivió en una familia donde el afecto físico era tan natural que ni siquiera se pensaba de otra manera; seguramente esta persona, cuenta con otros recursos afectivos con los cuales podrá fortalecer la relación.
Así que cada uno de nosotros cuando nos encontramos en una relación trataremos de reconocer en primera instancia nuestros recursos afectivos y los de la otra persona, para que el intercambio afectivo de ambos sea equilibrado; es sentirnos comprometidos a dar lo mejor de cada uno en la reciprocidad del otro. En palabras de Walter Riso: El límite lo define tu integridad, tu dignidad, tu felicidad.